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Antropofagia

 

                                                             Por: Lisandra Fariñas

                                                                      Lilién Trujillo

                                                                      Dalia González

                                                                      Sergio Gómez

                                                                      Jesús Adonis Martínez

                                                                      Abel Sánchez

 

"Última persona...", una vez más resuena en mis oídos la recurrente frase. Ahora escapa voluptuosa de los carnosos labios de una despampanante mulata. En la media hora que llevo aquí nadie lo había dicho de una manera tan sensual. No fue como aquel viejo con el húmedo tabaco -de dudosa procedencia- que babeó sus palabras a medio metro de mí, ni como el oficial que las espetó con tono marcial, tampoco como la chica de negro y tatuaje en la nuca que deslizó su frase cual tímido suspiro.

En la parada, todos de pie, rendíamos tributo a su nombre. Bueno, todos menos la guagua que aún no llegaba a la cita. El sol, en el cenit, flagelaba nuestros cuerpos a su antojo y la transpiración comenzaba a burlarse del desodorante. La prisión de la espera caldeaba este pedazo de ciudad, y se iba haciendo imposible la coexistencia pacífica. La diosa Discordia acudió presta gracias a una viejita recalcitrante que aseguraba no haber dado el último dos veces, su contrincante, una negrona con pretensiones de dirigente intentó arreglar el mal entendido que ya alcanzaba dimensiones épicas. Por supuesto, no lo logró. La divina parada hubiera hecho empalidecer al mismísimo infierno de Dante.

Cuando ya empezaba a preocuparme la anarquía y el desenfreno de la situación, una voz flotó ágil por sobre todas las otras: "Guagua a la vista" gritó nuestro Rodrigo de Triana que arriesgando su integridad física se internó en la populosa avenida.

De pronto me sentí un caballero medieval batiéndome frente a los muros de San Juan de Acre, esta vez no había que temer a las espadas y las picas, no eran arcos y flechas los que intentaban robarte el último suspiro, no era la pez hirviente quien incineraba tus entrañas. Codazos, tacones punzantes y el calor abrasador retaban a cualquier Ricardo -por más corazón de león que este pudiese tener- a tomar esta guagua sitiada por una turba enardecida.

Vamos a dar un pasito ahí que el carro está vacío, dice el conductor del ómnibus, y solo logra desprender una irónica sonrisa de la compacta masa orgánica; pues dar el utópico pasito implicaba internarse en un maremagnun de cuerpos aderezados con mil olores. Olores que saltan del África ardiente a las especias milenarias de la China, del perfume francés al aroma cubanés.

La panza del omnívurus -especie en peligro de extinción en la Isla- es un lugar fantástico que desafía las leyes de la naturaleza y la lógica, en él dos cuerpos logran ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, y aunque padece de indigestión crónica siempre puede comer un poco más.

La más increíble diversidad pulula por todo el interior de la armazón de metal, como un aleph criollo, muestrario de lo que somos: una abigarrada mezcla de notas que sobre el pentagrama de lo real dibujan una sinfonía maravillosa.

Tal vez producto de un soroche momentáneo me asaltan imágenes confusas: una señora busca refugio entre las páginas de un libro para salvarse de la conversación banal de dos adolescentes que discurren sobre la preeminencia de una marca de zapatos que no conozco o el último hit de reggaeton -confieso que la envidié, dónde está Carpentier cuando se le necesita-; una tribu de quechuas de blanca indumentaria, venidos al Mediterráneo americano en busca de Hipócrates, se miran confundidos; al fondo, más allá de la mulata de Wilson y el anciano del tabaco, retumba la percusión de cuatro mestizos, invocando a los orishas con cada toque; mientras la oscura chica del tatuaje en la nuca taponea sus oídos con los acordes de Jimmy Page; un obrero de overall sucio y raído lanza una mirada cómplice a su compañero de asiento -cuyo portafolios, corbata y bolígrafos en el bolsillo recuerdan al típico ejecutivo-, ¿y las guaguas que trajeron de China?, pregunta el proletario con tono burlón.

La gente ya no cree en cantos de sirenas y las soluciones se antojan más empantanadas que Napoleón en el corazón de Rusia. Todo se traduce en vagas esperanzas, tan efímeras como un acuerdo de paz en el Medio Oriente, mientras el hombre de a pie se enfrenta a peores vicisitudes que las de Odiseo.

El animal metálico por fin nos regurgita, salimos de sus fauces medio digeridos. Me siento un nuevo Geppetto. Caminamos arrastrando los pies, cual guerreros sobrevivientes a una cruenta batalla, aún aturdidos por el fragor del combate. Tanteo el bolsillo de mi pantalón y me tranquiliza comprobar que la billetera sigue ahí. Es curioso, cada viaje se convierte en una historia asombrosa, algo para contar a mis nietos. Vuelvo la vista, el monstruo permanece inmóvil, quizás tan exhausto como yo; sonrío con gesto triunfante, aunque convencido de que es una victoria momentánea. Cada día habrá un nuevo enfrentamiento, y nadie sabe en qué estado el monstruo me escupirá la próxima vez sobre la acera. Sin embargo, no hay salida, mañana también habré de pedir "el último..."

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